En un día de octubre nada primaveral, con un cielo típico limeño, panza de burro, nada inspirador. Me acerqué hasta tu habitación, escondida –parece– en aquella casona barranquina. Tu mente llena de historias y de personas que no conozco y tus palabras a veces incomprensibles me hacían pensar que la tarde iba a ser peligrosamente extravagante. Tal vez es esa atracción a lo distinto que me brota por los poros lo que me hace llegar a ti de manera especial cuando, en el pasado, era más bien el temor que uno de niño siente por lo desconocido lo que me hacía alejarme de ti.
Siempre me confundes con mis primos mayores –es la desventaja eterna de ser el menor–, en un rol inverso de la abuela con caperucita trataste de abrir bien los ojos para descubrir quién era el dueño de esa voz masculina, amarga y bulliciosa. Y paralizando el silencio de tu habitación dijiste «Pablito» –siempre «-ito»–, sonreíste con sinceridad como si se tratara de alguien muy cercano e íntimo para luego preguntar cómo estaba. No había nada trascendental hasta ahora, una visita de médico o simple protocolo social.
– ¿Cómo estás, papito? – me dijiste con la mirada perdida,
– Todo bien y tú ¿estabas durmiendo? – respondí y tomé tu tibia mano que me buscaba para saber hacia dónde hablarme.
– No, solo descansaba un poco ¿tú tienes wawitas? – «wawa» es en quechua la palabra que hace referencia a los niñ@(s).
– No
– Pero tienes hermanitas
– No que yo sepa – respondí con humor para no lamentar tu olvido ni explicarte en vano mi vida.
Seguiste bajo esa línea por un buen rato, insistiendo en que mis padres deberían tener una hija porque una niña es lo mejor que podrían tener –algo que no te refutaría jamás–. Empezaste a hablarme de tus hermanas y tus padres, en una historia que siempre seré incapaz de desmentir, pues todos ellos, los que enumeraste, ya no están en este mundo. Paradójicamente, es por aquellas ausencias que tú ahora tienes mejor calidad de vida, aunque sigues muy postergada y casi en el olvido.
– Tienes que tenerle paciencia a tu wawita.
– Sí claro, la santa paciencia…
Tras una pausa reanudaste el rollo aquel de que yo era papá, lo cual nuevamente era desacertado y hasta terrible, porque luego cambiarías de discurso, convirtiéndome en un niño que aún vestía con la ropa regalada por su madrina y jugaba por la casa como fiera en la selva. Nuevamente me hiciste pensar que tú y yo vivíamos en dos mundos distintos, lo que cualquiera diría. Quizás lo más parecido entre nosotros sería la nostalgia con la que podemos recordar con facilidad aquellas épocas felices de nuestras vidas, aunque tú estás algo volátil.
– Ya tengo que irme, vuelvo el viernes – y con un beso en la frente sellaba la tarde con una despedida quizás atrevida.
– ¿No me invitas un juguito? – aprovechaste para pedir en el momento sensible, y cómo decir que no, dejé encargado que te llevaran el jugo para el lonche y así sintieras, por un día, aunque tal vez ya lo olvidaste, que alguien te quiere mucho.
Me alejé de esa casona, caminando frente al mar, con una galleta de chocolate y mucha tranquilidad. Me puse a pensar si realmente es cierto que estás enferma o si simplemente tienes la habilidad de ver el mundo de otra manera. Empecé a creer que tú quieres ser esa eterna niña aun cuando a veces, en tu lucidez, sabes que ya estás bastante mayorcita. A creer que yo sí tengo una hija –que no es mía– y que la engrío porque en realidad me nace hacerlo, a admitir que no dejo de ser ese niño que aún viste con lo que su madrina le regala porque valora esos pequeños detalles, y a reconocer que mi soledad está camuflada por mi imaginación para no estar aburrido. Entonces me aterré pensando que no es verdad que tú estás mal sino que nosotros no te entendemos ¡Qué terror!
Porque solo en tu mundo soy feliz, por eso me gusta tanto hablar contigo. Porque puedo ser un niño, un buen padre, alguien que te protege, o simplemente alguien que, de manera itinerante, aparece en las vidas para pasar ‘un rato’ de alegría sincera.
Ahora me doy cuenta que tú eres una de esas personas que no se complica en pensar que ‘nadie nos entiende’ y es esa condición de indiferencia la que hace que permanezcas fuerte a pesar de los años. Ahora me doy cuenta de que yo estaba mal y que esa enfermedad es realmente algo saludable. Todos deberíamos tener esa capacidad de aislarse, a veces, para vivir en un mundo donde podamos ser felices, como los niños. Y creo que somos capaces, solo que, por ser mayores, pensamos que ya no debemos. Pero yo te prometo que ♫ hoy quiero aprender…